La «idea histórica» del nacionalismo catalán

La «idea histórica» del nacionalismo catalán es bien conocida: Cataluña era una nación soberana, con su lengua propia, su monarquía, sus instituciones políticas y su cultura; un desgraciado azar histórico, materializado en el Compromiso de Caspe (1412), hizo que quedara ligada, primero, a Castilla, a través de la familia de los Trastámara, y después, definitivamente, con los Reyes Católicos, al destino de la Monarquía Hispánica, es decir, de España. Ligada a Castilla, Cataluña mantuvo una amplía autonomía política y porno gratis del siglo XVII. Las derrotas en la Guerra dels Segadors (1640-1652) y en la Guerra de Sucesión (1704-1714) destruyeron esa autonomía y abrieron las puertas a la castellanización cultural y lingüística. La derrota del catalanismo en la Guerra Civil de 1936-1939 fue la triste apoteosis de esta historia fatal: Cataluña sometida a España, es decir, a Castilla, una entidad política mucho más grande y potente, pero sumida, durante siglos, en una triste, interminable decadencia. Ser dominado por una gran potencia en lo mejor de su dinamismo y de su expansión, una potencia a la que resulta difícil no admirar o no temer, puede ser duro; pero, claro, mucho peor, mucho más humillante, es sentirse dominado por una potencia por la que se siente desprecio, una potencia de la que uno piensa que no puede recibir, ni aprender, nada, y ésta ha sido, para los nacionalistas más radicales, la posición de Cataluña durante los últimos tres siglos1. Este relato, en cuyas insuficiencias o simplificaciones no vamos a entrar, constituye el cimiento del edificio nacionalista. Pero lo que a nosotros nos interesa ahora no son las interpretaciones históricas, sino las razones de hoy, los argumentos «contra España» que se refieren a la realidad española y europea actual.

El formato de preguntas y respuestas puede ser muy agradecido, y en este caso el resultado es un libro ameno, pero no ligero. Algunas preguntas y algunas respuestas no están a la altura, pero el conjunto es muy informativo y reúne algo así como un repertorio de argumentos y ensoñaciones –no siempre pacíficas– del independentismo, más interesante, quizá, para los que no son nacionalistas catalanes que para éstos3.

VEINTE INDEPENDENTISTAS CUENTAN SUS SENTIMIENTOS… Y SUS RAZONES

El primer entrevistado es Salvador Cardús, profesor de sociología. Dice Cardús que a lo que aspira, ante todo, es a alcanzar la «plenitud» de la nación catalana, «o sea, de todos los Países Catalanes». Después de alcanzar esa plenitud, «podrán venir otras interdependencias, con el resto de Europa, o con España, o con el norte de África o con toda África, ya encontraríamos la forma de articularnos políticamente». Si se nos perdona la broma: queda claro que, una vez independientes, los catalanes optarán por la «interdependencia» que les sea más ventajosa, y no hay que tener prejuicios, podría ser con el Magreb, o con los países del África. Pero, perdón, ¿no es mucho más probable que sea con España? ¿O se trata sólo de retórica? Cuando Alexandre le pregunta: «¿Se llegarán a explicar algún día las cifras auténticas de la expoliación a que se ve sometida Cataluña desde hace casi tres siglos [la cursiva es nuestra]?», Cardús responde: «Hombre… publicarse ya se publican…», lo que quiere decir que él cree en la realidad de ese expolio secular. Después, Alexandre lo pone en un aprieto: «¿Se puede ser independentista catalán y socio del Espanyol?». Habiendo entrado en materia futbolística, Cardús hace un regate y viene a decir que sí, que es posible, que la gente es, con frecuencia, incongruente, y que no pasa nada: ¡algunos catalanes son del RCD Espanyol y no prestan atención al expolio fiscal que padecen! ¡El nacionalismo tiene que pechar con estas cosas!

Pero las sorpresas no se quedan en los inuit. Quintá desconcierta al entrevistador cuando afirma que la Administración que ha puesto en marcha y que dirige el gobierno de la Generalitat catalana desde hace un cuarto de siglo no es mejor que la Administración española que había antes y que, en algunos casos, como en materia de policía, es claramente inferior; y todavía crece más el desconcierto de Alexandre cuando Quintá le dice que la escasa calidad de las universidades catalanas no es culpa de Madrid. Finalmente, remacha: «La Generalitat no ha hecho las cosas mucho mejor de como las hacía el Gobierno español».

La cuarta entrevista es con el obispo Antoni Deig. Parece evidente que Alexandre no se atreve a estimular al obispo tanto como a otros, y el tono resulta, más bien, gris. Puede señalarse, sin embargo, que cuando Deig explica las ventajas de disponer de una «Conferencia Episcopal de Cataluña», separada de la española, esas ventajas, que tiene identificadas y enumera con precisión, son, todas, estrictamente políticas, entre ellas, el impulso a la construcción del futuro gran Estado, los Países Catalanes.
Josep M. Solé, que fue director del Museo de Historia de Cataluña, es un historiador que también ha estudiado filosofía. Empieza con dos afirmaciones sorprendentes. La primera, refiriéndose al poco aprecio, escaso conocimiento, baja conciencia, que las «personas de los Países Catalanes» tienen de su historia, cuando afirma que el problema es que los catalanes sólo la identifican [su historia] a partir de lo que les viene de fuera, «con barbaridades como la de los Reyes Católicos»; la segunda, cuando sugiere que los sentimientos anticatalanes del nacionalismo español ocuparon el lugar de los sentimientos antisemitas, que se quedaron sin objeto de odio tras la expulsión de los judíos, en 1492.

En cuanto al escaso aprecio de los catalanes por su historia, probablemente les ocurre lo mismo que a los castellanos; ir a los Reyes Católicos parece normal, ya que fue, indiscutiblemente, un momento fundacional; la historia anterior es, además, demasiado complicada. Por otra parte, reducir las referencias a Cataluña de la historia común española a «las barbaridades de los Reyes Católicos» parece bastante grueso. En cuanto a si los catalanes han ocupado en el imaginario castellano o españolista el lugar de los judíos, es posible que haya sido así en el cacumen de algún celtibérico energúmeno, pero es evidente que no ha sido así en ningún sentido político o social significativo, ni que tal ocurrencia pueda explicar nada de lo que le ha ocurrido a Cataluña en los últimos quinientos años.

Alexandre invita a Solé a que se pronuncie sobre el saqueo a que España somete a Cataluña («3.000 millones de pesetas que cada día salen de Cataluña hacia España…») y Solé recoge el guante: 3.000 millones al día, 21.000 millones a la semana, mucho dinero, «con el que podríamos solucionar todos los problemas de la comarca…», dice, pero, lamentablemente, «muchas personas […] desde el mundo universitario y los medios de comunicación, enmascaran estas cifras». 3.000 millones de pesetas al día son, en cifras redondas, los 6.500 millones de euros a que asciende, según algunos nacionalistas, el expolio anual de Cataluña orquestado desde Madrid. Estas cifras provienen de unas «balanzas fiscales» de Cataluña calculadas sin rigor conceptual ni estadístico y, en parte, manipuladas (más adelante nos referiremos a ello). Que una persona que ha dirigido el Museo Nacional de Historia de Cataluña dé por buenas esas cifras es lamentable, pero no nos debe sorprender, porque también la dan por buena y la utilizan economistas de primera fila y políticos nacionalistas nada ignorantes.

Al final, citando al padre Martín Patino –de quien afirma, con intención un tanto críptica, que es persona «conocidísima» en la Casa Real–, Solé dice que «la unidad de España no está escrita en las sagradas escrituras», y que los catalanes se sienten incómodos en el Estado español «porque no representa nuestros valores […] Nuestra identidad pasa por unos valores completamente diferentes». Sería interesante saber cuáles son esos valores tan «completamente diferentes», tan ausentes de la vida española. Solé no lo explica… y el entrevistador, tampoco: quizá, lo da por sabido. Pero se equivoca: muchos lo ignoramos.
El sexto entrevistado, Enric Masip, jugador de balonmano del F.C. Barcelona. Masip lo tiene muy claro: entre Cataluña y Madrid hay «odio visceral»; en España «existe una persecución total contra el catalán»; y el deporte español, sin Cataluña, caería a un nivel muy bajo (lo que parece indudable, al menos, en algunos deportes). Cuando Alexandre le recuerda que la selección catalana de rugby venció a la española por 61-17, Masip le responde: «Eso demuestra la diferencia que hay entre Cataluña y España». ¡Ahí queda eso!
En la octava entrevista, Joel Joan, un actor de éxito, empieza manifestando su «desconfianza en el sistema democrático», y se queja de que «la cancioncilla de la democracia» haya creado, a partir de unos «pactos llamados democráticos», diversos tabúes perjudiciales para Cataluña. Después de este inquietante comienzo, Joan dice cosas interesantes: que él es un antinacionalista radical y no acepta ser considerado «nacionalista catalán», porque aceptarlo es caer en una especie de «trampa españolista»; que declararse bilingüe equivale, en realidad, a considerarse «binacional», y que la lengua catalana es el «gran patrimonio» de los catalanes para decir que no son españoles. «Nosotros somos catalanes, y punto […] los catalanes no somos nacionalistas, no está en nuestra naturaleza » [la cursiva es nuestra], una declaración que recuerda, casi literalmente, a alguna otra de Pla.

Lo interesante de la undécima entrevista no son las respuestas de Maria Antònia Oliver, sino las preguntas de Alexandre. Después de mencionar –es un «fijo», como en las quinielas– la cuestión del expolio, le pregunta: «¿Estás de acuerdo con Joan Brossa cuando dice que Cataluña es una de las últimas colonias que le quedan a España?»; y, después de enumerar todas las colonias que perdió España entre 1898 y 1975, dice: «¿Está preparada España para volver a sus orígenes?». Llamar a Cataluña «colonia de España» es, obviamente, un recurso efectista que no tiene nada que ver con la verdad histórica, ni con la realidad de hoy. Y aspirar a que España acepte «volver a los orígenes» suponemos que significa aspirar a que España se divida en un reino de Castilla y otro de Aragón… ¿O quizá se refiere a orígenes más antiguos, antes incluso de la formación de esos dos grandes reinos? ¿En cuántos pedacitos, o tribus, habría que fragmentar España para que Alexandre se sintiera tranquilo?

Viene después la escritora Isabel Clara Simó. Simó es natural de Alcoi, el extremo sur de los Países Catalanes, y ve los problemas de su identidad política y cultural a través, primero de todo, de su insatisfacción por el pobre espíritu nacional-catalán de los valencianos, que apenas ha avanzado desde el restablecimiento de la democracia en España en 1977. Casi todos los nacionalistas catalanes están instalados en la cultura de la queja, pero los catalanistas valencianos lo están por partida doble: no sólo tienen que superar la incomprensión u hostilidad de los «españoles», sino, también, la de sus compatriotas valencianos que, mayoritariamente, no sienten la llamada de Cataluña, ni la de los Países Catalanes. Quizá sea esto lo que lleva a Simó hacia las explicaciones vagamente conspiratorias, como, por ejemplo, cuando considera que los españoles se niegan a reconocer la valía de Ausias March sólo porque es catalán, o cuando recuerda los flujos de emigración hacia el País Vasco y Cataluña en los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo y afirma: «Para evitar el paro, el franquismo provocó [la cursiva es nuestra] la invasión del País Vasco y de Cataluña…». El único problema es que el franquismo provocó igualmente la invasión de Madrid y, guardando las debidas proporciones, de Alemania, Francia y Suiza.

En esa línea conspiratoria, Simó sostiene que hay un «capitalismo muy interesado» en hacer imposible la unidad de los Países Catalanes, pero esa unidad «es demasiado profunda para que su tejido social pueda ser desmigajado», aunque se intente desde el Estado español. «A la larga, todo caerá por su propio peso», dice. Las incomprensiones mutuas entre Cataluña y Valencia –Cataluña ve a Valencia como un hermano menor, lo que molesta a los valencianos, incluso a los más catalanistas– quedarían resueltas si hubiera un Estado, «aunque no nos gustan las fronteras», dice Simó, porque un Estado «daría información […], comenzando por las escuelas, con naturalidad y sin imposiciones». Es decir, un Estado catalán tendría a su disposición el aparato de coerción, adoctrinamiento y propaganda necesario para crear el sentimiento nacional-catalán allí donde no existe, o existió pero está desvanecido.

Alexandre se aproxima de modo indirecto a la cuestión y pregunta: «¿Es posible imaginar en un futuro Cataluña, el País Valenciano y las Baleares separadamente independientes?». Simó responde, con cierta vehemencia, que eso no tendría sentido, que «ningún país en el mundo permitiría que se troceara su riqueza colectiva […] nosotros, geopolíticamente, ocupamos un lugar de privilegio en el sur de Europa, y trocearlo sería de locos»; además, ese troceamiento no tendría ninguna justificación económica, teniendo en cuenta el «intercambio comercial entre el País Valenciano y Cataluña». Esta respuesta deja dos interrogantes: primero, no sabemos si la unidad de la lengua justifica siempre la unidad estatal, o no; y, segundo, no sabemos, si, finalmente, es la unidad de la lengua, o la de mercado, la última justificación de la unidad estatal de los Países Catalanes, y estas son grietas considerables en la argumentación nacionalista. Si, realmente, la unidad de la lengua y la de mercado justifican la unidad estatal, ¿cómo podría justificarse el troceamiento del Estado español? Si ningún país del mundo «permitiría que se troceara su riqueza colectiva», ¿por qué lo tendría que permitir España? ¿O es que España no tiene «riqueza colectiva» alguna?

El decimosexto entrevistado es Avel-lí Artis-Gener (fallecido poco después de publicarse la edición catalana de Yo no soy español). Sueña con los Países Catalanes y, al alimón con Alexandre, recuerda la amputación del Tratado de los Pirineos de 1659 y se asocia a una curiosa «acusación» contra España de Heribert Barrera, el líder de Esquerra Republicana en los años de la transición a la democracia. Para Barrera, el interés español por recuperar Gibraltar y su aparente nulo interés por el Rosellón y la parte de Cerdaña perdidos en 1659 demuestra que para el «Estado español, Cataluña es un añadido conquistado […] que no se siente parte integrante de su núcleo básico». Salta a la vista que esta «acusación» está fuera de la realidad. Siempre se ha pensado, al menos en el siglo XX, que había alguna posibilidad de obtener la devolución de Gibraltar por medios pacíficos, alguna posibilidad de que, en determinadas circunstancias, y con ciertas condiciones, los británicos podrían renunciar al Peñón, de forma que esa reivindicación nunca ha afectado gravemente a las relaciones entre España y el Reino Unido. Pero, es obvio que una reivindicación española sobre la parte de Cataluña cedida a Francia en 1659 sería algo muy diferente: equivaldría a una nueva reivindicación alemana sobre Alsacia o Lorena, o italiana sobre Niza, o finlandesa sobre la Carelia cedida (a la fuerza, claro) a la Unión Soviética tras la Guerra Mundial. ¿Alguien puede dudar de que los españoles se llevarían una alegría si pudiera recuperarse la «Cataluña Norte» para Cataluña… y para España?4.

Las entrevistas con los escritores Joan Rendé y Narcís Comadira tienen un patrón parecido: una reflexión histórica sobre España y Cataluña, la posición de Cataluña ante el proceso de la unidad europea y la situación de la lengua catalana, que los dos consideran poco mejor que angustiosa. Rendé cree que España es «un país de vocación colonial», con una «cultura de victoria territorial […] tatuada en la idiosincrasia política de los españoles» y afirma algo sorprendente: que los españoles se sienten «avalados» por los decretos de Nueva Planta de 1716, que sellaron la derrota catalana de 1714 y el fin de la soberanía compartida. Comadira ve España en el contraste con Francia: «Los españoles no han conseguido nunca su idea de España, sí los franceses, la Gran Francia […] Francia […] fue lo que se tenía que ser en los siglos XVIII y XIX, mientras que España fue lo que se tenía que ser en el siglo XVI, seguramente, exterminadora de indios, y poca cosa más. España no ha sido nunca nada, este es el problema. España es la historia de un fracaso… » [la cursiva es nuestra].

Los dos creen que la Europa unida es una gran ocasión para Cataluña. Alexandre dice que «Euskadi y Cataluña no se pueden convertir en Estados soberanos integrados en la UE porque lo impide el Ejército español». Rendé, comparando a Cataluña con el País Vasco, aun reconociendo su dramatismo e ilegitimidad, manifiesta una cierta envidia, o añoranza, del « poder armado [la cursiva es nuestra] que tiene Euskadi» (dos repugnantes eufemismos: evita utilizar la palabra «terrorismo» y atribuye a «Euskadi», es decir, a todos los vascos, lo que es, evidentemente, violencia asesina dirigida por unos vascos nacionalistas contra otros, los considerados «españolistas») porque, dice, remachando la infamia, que «la aventura da, muchas veces, más posibilidades de éxito que la prudencia». España, dice Comadira, «no llegará a ser nunca una nación, porque ahora hay un proyecto mayor, que es Europa», mientras que Cataluña tiene ahora la oportunidad de ser «una unidad con personalidad y voz propias dentro de esa gran unidad que pretende ser Europa».

LAS RAZONES CONTRA ESPAÑA

Lo primero es separar los exabruptos de los argumentos. Decir que «España fue […] en el siglo XVI exterminadora de indios y poca cosa más. España no ha sido nunca nada…» es un exabrupto, en el que, realmente, no merece la pena detenerse. Quejarse porque España no ha pedido perdón y no ha indemnizado a Cataluña, como han hecho los alemanes con los judíos, es tan desmesurado, está tan fuera de la realidad, que ni siquiera invita a la ironía: no es posible que alguien en sus cabales diga eso y sea sincero. Cuando se afirma que la persecución contra la lengua catalana durante el régimen de Franco fue «el más brutal genocidio que el mundo civilizado ha conocido en la era contemporánea», la exageración es tan notoria que se destruye a sí misma. Decir que Cataluña es la última «colonia» de España puede servir para llamar la atención, pero nada más. Decir que la actitud del nacionalismo español respecto a la literatura y la cultura catalanas «recuerda a la de los bomberos en una novela de Bradbury»5, como afirma Alexandre6, es otro exabrupto sin sentido. Está claro que no debemos juzgar al independentismo catalán por el rasero de sus manifestaciones más exageradas, más disparatadas, o más torpes.

Las razones «contra España» que presentan los entrevistados en el libro de Alexandre pueden agruparse en tres familias: 1) el expolio económico, al que, según ellos, España somete a Cataluña; 2) la persecución de la lengua; y 3) la falta de soberanía política catalana, que tiene ahora dos caras diferentes: el Estado español y la Unión Europea.

En cuanto al pretendido expolio económico, lo primero que hay que decir es que carece de sentido la queja referida a «siglos». Decir algo racional, basado en datos y en el conocimiento económico, sobre la cuestión obligaría a elaborar una especie de «balance económico total Cataluña-resto de España» para, digamos, los últimos (¿dos?, ¿tres?, ¿cuatro?) siglos, algo que nadie ha hecho y que nadie puede hacer7. Si de ese «saldo de siglos» pasamos a algo más modesto y cercano, el balance de gastos e ingresos públicos, los estudios solventes sobre la cuestión –y hay unos cuantos8– indican que Cataluña no recibe un trato fiscal distinto al de los demás territorios españoles a los que se aplica el llamado «régimen fiscal común», es decir, todos menos el País Vasco y Navarra.

Pero la pasión nacionalista no perdona a nadie. Uno de los defensores de las tesis sobre el expolio fiscal al que España somete a Cataluña es Xavier Sala i Martín, premio Rey Juan Carlos de Economía en 2004, el economista de pasaporte español –digámoslo así – más conocido, no ya sólo en el mundo académico internacional sino, incluso, en los grandes medios de difusión. Sala i Martín, que es un sobresaliente profesor de economía y un inteligente y divertido polemista, acepta –lo que no haría, creemos, en ningún otro campo de su actividad académica o profesional– estudios de muy discutible calidad técnica para defender la idea de que Cataluña está sometida a una abusiva explotación fiscal por el Gobierno español9. Según esos estudios, el expolio de Cataluña se traduce en una balanza fiscal negativa en el entorno de un billón de las antiguas pesetas por año, 6.500 millones de euros anuales, cerca del 10% del PIB de Cataluña 10, una cifra ya plenamente incorporada a la mitología del nacionalismo catalán.

Este mítico 10% apareció, a principios de los años ochenta, en algunas de las primeras estimaciones de lo que en la jerga de los economistas se llama «balanza fiscal»: la diferencia entre la contribución de una región, en nuestro caso, una comunidad autónoma, vía impuestos y cotizaciones sociales, a las finanzas del Estado, y lo que esa comunidad autónoma recibe, vía gasto público. Aquellas primeras estimaciones usaban procedimientos de imputación de ingresos y gastos públicos que han sido abandonados, sustituidos por otros o refinados en numerosos estudios posteriores. De las veintidós estimaciones de la balanza fiscal de Cataluña publicadas en el último decenio, once daban un saldo fiscal negativo para Cataluña inferior al 5% del PIB catalán, mientras que cuatro estimaciones daban un saldo negativo superior al 8%; pero estas últimas incorporaban ajustes o procedimientos rechazados por la mayoría de los expertos11. En conjunto, además, los resultados no son muy diferentes de los que arrojan los cálculos de la balanza fiscal para Madrid12. Más aún: si en el cálculo de las balanzas fiscales se eliminan los componentes no territoriales, es decir, aquellos flujos cuyo origen está en la redistribución llevada a cabo por el sistema fiscal y de seguridad social, que se aplica uniformemente en toda España, la cuantía del saldo negativo para Cataluña no ha debido de superar, en ningún período, el 2% de su PIB.

Algunos estudios han mostrado que puede haber habido, en algunos períodos, insuficiencia de inversión pública en infraestructuras en Cataluña 13, pero este posible «déficit» se sitúa muy por debajo de las cifras que manejan los nacionalistas. Decir esto no es afirmar que el actual sistema de redistribución territorial de gasto público sea inmejorable, o que los fondos que salen de Cataluña, o Madrid, o Baleares, hacia Andalucía, Extremadura o Castilla-La Mancha se gasten siempre de modo eficiente, y, claro, tampoco niega que el País Vasco y Navarra disfruten de un régimen fiscal excepcional, claramente privilegiado.

La «denuncia» de este supuesto expolio fiscal se ha convertido en el gran argumento del nacionalismo catalán, tanto en sus variantes abiertamente independentistas, como en las menos declaradamente tales. Además de arrojarse como bomba emocional, se explota desde dos ángulos económicos «técnicos»: el expolio impide un más rápido desarrollo de la economía catalana, y es, además, ineficiente para el conjunto español, porque el dinero que sale de Cataluña se gasta mal, de forma improductiva, en despilfarros y en sobreinversión en infraestructuras en las regiones españolas menos desarrolladas. La bola lleva años rodando y les costará mucho a los nacionalistas renunciar a la demagogia, no sólo porque es fácil y, a veces, desgraciadamente, da buenos réditos electorales. Además, porque, como ha señalado José Víctor Sevilla14, la denuncia del supuesto expolio fiscal de Cataluña es clave en la persecución de un objetivo crucial del nacionalismo: convertir nuestro sistema federal de financiación de las comunidades autónomas en un sistema confederado, en el cual el Gobierno central carezca, prácticamente, de competencias fiscales, retrotraer el sistema español de finanzas públicas al que existía en la España de los Austrias, un «escenario» que, como es bien sabido, atrae fuertemente a muchos nacionalistas.

La segunda familia de quejas se refiere a la lengua. Como en el caso de la soberanía política, también tiene dos caras: una, en España; la otra, en Europa. Obviamente, el agravio no es que el catalán no sea oficial en Cataluña, o que no pueda usarse con absoluta libertad en todos los ámbitos de la vida catalana. El agravio consiste en que el catalán comparte oficialidad con el castellano, lo cual, dada la disparidad de peso de las dos lenguas, llevará, se temen, a su decadencia irreversible y a su desaparición a largo plazo. Por eso, los independentistas quieren erradicar el castellano e imponer el catalán como única lengua de Cataluña, no sólo en la vida oficial y administrativa, sino, mucho más importante, en la vida corriente, que incluye, naturalmente, tanto ámbitos privados y familiares como ámbitos sociales.

Esa erradicación será muy difícil, y no se conseguirá sin cierta violencia, que puede no ser física, naturalmente. El castellano es, en la actualidad, de uso casi exclusivo, o muy frecuente, para una parte importante de la ciudadanía de Cataluña15. La pretensión de erradicar el castellano como lengua de uso corriente en Cataluña no afecta, evidentemente, al resto de los ciudadanos del Estado español; afecta a los millones de ciudadanos que viven en Cataluña (los independentistas rechazan considerar «catalanes» a los que no quieren expresarse en catalán) que tienen el castellano como lengua propia. Comentando el escaso éxito, después de veinticinco años, de la política lingüística de la Generalitat para conseguir la desaparición del castellano en Cataluña, el secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya, Carod-Rovira, decía: «No falla la escuela, ni la inmersión, ni los maestros: lo que falla es la calle, lo que está fuera de la escuela, la vida real…»16. Es cierto: en este empeño, los independentistas no se enfrentan a Madrid, se enfrentan a otros ciudadanos de Cataluña17, se enfrentan a «la vida real».

Todo esto no quiere decir que las quejas lingüísticas catalanas no tengan elementos que cualquier español bien educado y sensible puede entender e, incluso, compartir. Por ejemplo, por lo que se refiere al escasísimo conocimiento del catalán y a la ausencia del catalán en la enseñanza secundaria en España, fuera de Cataluña, o al uso –que sería, más bien, simbólico– del catalán en el Senado, o en otras instancias oficiales. Pero, ni resolver estos problemas, lo que no sería tan difícil, ni conseguir una Cataluña monolingüe en catalán resolvería el otro aspecto del problema, el «agravio europeo»: el danés, las lenguas de los países bálticos, el maltés, el checo, con una base de población menor que la del catalán, son lenguas oficiales de la Unión Europea, pero no el catalán, y este es uno de los argumentos que se manejan en favor de la independencia. Pero, claro, conseguir que el catalán sea lengua oficial en la Unión Europea no parece razón suficiente para defender la independencia de Cataluña… ¿o sí?

Lo fundamental es la tercera familia de razones, las que se refieren a la falta de soberanía política, tanto en el marco del Estado español y de la Constitución de 1978, como en la Unión Europea. Los independentistas están convencidos de que una Cataluña separada de España y constituida en Estado independiente, miembro de la Unión Europea, defendería mejor los intereses catalanes y daría más bienestar y más felicidad a sus habitantes, y este convencimiento no es asequible al argumento racional. Los discursos y admoniciones que se dirigen a los independentistas para hacerles ver que Cataluña ha alcanzado un techo muy alto de autogobierno, que el modelo autonómico de la Constitución de 1978 ha dado excelentes resultados, y que, por ello, deberían estar satisfechos, son enteramente inútiles. Y no resulta menos inútil tratar de hacerles ver que es altamente improbable que Cataluña defienda mejor sus intereses en la Unión Europea siendo un pequeño Estado independiente que integrada en España, que es, al fin y al cabo, el quinto Estado más grande y de mayor peso económico de la Unión Europea.

LOS PAÍSES CATALANES

El edificio nacionalista se corona con la aspiración a constituir algún día el Gran Estado catalán, los Países Catalanes, que incluiría Cataluña, el País Valenciano (Castellón, Valencia, Alicante), las islas Baleares y la «Cataluña Norte», ahora parte del Estado francés. Los entrevistados por Alexandre saben que, hoy por hoy, es una utopía, pero no renuncian a ella; es más, alguno sugiere que si se renuncia a esa meta final, tendría menos justificación la lucha inmediata por la secesión de Cataluña de España18. La, en todo caso, lejana, construcción nacional pancatalanista inspira y sustenta, así, al independentismo catalán de hoy.

Esta construcción, los «Países Catalanes», tiene dos pilares: la historia de la Reconquista y de la repoblación, y la lengua. El reino de Valencia y las Baleares fueron conquistados a mediados del siglo XIII, por un rey catalán, Jaume I, el gran héroe de la historia de Cataluña y uno de los grandes personajes políticos y guerreros de la historia de España. Los catalanes, que fueron más de la mitad de los repobladores cristianos del reino de Valencia después de la conquista19, llevaron con ellos, naturalmente, su lengua, sus costumbres y sus instituciones; pero hubo también repobladores de otros territorios peninsulares, sobre todo aragoneses, y algunos de fuera de la Península; además, estaba el grueso de la población «autóctona», que eran, desde luego, musulmanes y hablaban alguna variedad o variedades del árabe que, con el paso del tiempo, se fueron mezclando con el catalán de Valencia y el castellano, lo que se llamó «algarabía»20. En cuanto a la repoblación valenciana posterior a la expulsión de los moriscos de 1609, no tuvo, apenas, componente catalán; en realidad fue, sobre todo, una redistribución de «cristianos viejos» que ya vivían en el reino: entre los que llegaron de fuera hubo, probablemente, más castellanos y franceses que catalanes21.

Así, el gran aporte catalán al reino de Valencia se produjo de los siglos XIII al XV. A pesar del ardor con que algunos valencianos catalanistas22recuerdan esa aportación histórica, que nadie niega, ni los más sectarios se atreverían a sostener que el «País Valenciano» está poblado, hoy, por «catalanes» o «descendientes de catalanes» en mayor medida que por «aragoneses» o «descendientes de aragoneses» y por «castellanos» o «descendientes de castellanos». El caso de las Baleares es distinto, pero, ¿cuántos mallorquines se proclaman, hoy, catalanes?

Ahora bien, independientemente del origen catalán, más o menos remoto, de una parte importante de los habitantes de Valencia y de Baleares, ¿qué nos dice la Historia? Pues, si tomamos desde el siglo XVII hasta hoy, no hay, realmente, pruebas de que valencianos y mallorquines se hayan sentido, salvo excepciones individuales o muy pequeñas minorías, parte de la «nación catalana». La historia no conserva –o apenas – pruebas de que se hayan sentido implicados y concernidos por los avatares políticos de Cataluña; y también es cierta la recíproca: los catalanes no se han interesado particularmente en los sucesos políticos, culturales u otros del reino de Valencia o de Mallorca.

Aunque se cita frecuentemente una queja del conde-duque de Olivares contra los valencianos por la simpatía de éstos hacia los rebeldes de Cataluña23, el hecho es que el reino de Valencia no apoyó a Cataluña en la secesión de 1640-1652 (de hecho, hubo tropas valencianas combatiendo contra los catalanes). La Guerra de Sucesión, aparentemente «homogénea» en Cataluña y Valencia, fue totalmente distinta en ambos territorios en cuanto a su origen, desarrollo y consecuencias24. Parece que en la defensa final de Barcelona frente a las tropas del duque de Berwick, en 1714, se dieron diversas manifestaciones de «hermandad», de sentimientos «nacionales» compartidos entre los valencianos presentes en aquella defensa, los mallorquines, que enviaron diversos socorros, y los catalanes. Los valencianos recordaron su origen catalán, a partir de la «expulsión de los moros de la Patria», y los catalanes proclamaron que estaban dispuestos a considerar a los valencianos como «naturales del Principado»25. Pero es interesante recordar, para no juzgar con groseros anacronismos, que en las banderas de las fuerzas que resistieron en Barcelona a las tropas de Felipe V, fundamentalmente francesas, aparecían impresas, aparte de diferentes imágenes religiosas, «las armas reales de España y las de Cataluña»26. Y tampoco hay demostraciones de unidad, o aspiración a ella, ni en el siglo XIX, ni en el XX, salvo, precisamente, en los episodios de la historia común española (la guerra contra la invasión napoleónica, las guerras carlistas, la guerra civil de 1936-1939). Si de los acontecimientos guerreros pasamos a las instituciones políticas, lo menos que puede decirse es que Cataluña, Valencia y Baleares han divergido ampliamente a partir del siglo XVII, si es que tal tendencia no es aún más antigua. Si ha habido alguna convergencia política e institucional, no vino de los «Países Catalanes», sino, precisamente, de la unificación castellanizante a partir de 1716.

Los independentistas catalanes no pueden ignorar todo esto. Por eso, la columna vertebral de su aspiración pancatalanista no está en la Historia, sino en la lengua. Como señala con cierta candidez –en el mejor sentido de la palabra – uno de los entrevistados por Alexandre, el actor Joel Joan, el catalán es el «gran patrimonio» de los catalanes para decir que no son españoles. La lengua catalana es el único cimiento posible de los Países Catalanes, que se definen como todos aquellos territorios en los que se habla, hoy, o se habló en el pasado, en cualquiera de sus variantes, el catalán.

En un coloquio celebrado en Barcelona, en 1989, entre catalanes y valencianos, uno de los participantes valencianos dijo lo siguiente: «En Valencia hay mucha gente que podrá aceptar, o no, la afinidad lingüística entre ustedes [catalanes] y nosotros [valencianos], pero lo que no quieren es aceptar esa unidad lingüística, porque creen, o les hacen creer, que detrás de una lengua hay una nación, y no quieren ser nacionalmente catalanes [la cursiva es nuestra]»27. Obviamente, tan respetable es el sentimiento de los que no se sienten españoles, aunque hablen el castellano a la perfección, como el de los que no se sienten catalanes, aunque hablen el catalán, en cualquiera de sus variantes, a la perfección. Hablar una misma lengua, o variedades de una misma lengua, ¿justifica, aconseja o exige constituir un Estado que abarque todos los territorios donde eso ocurre? ¿Es que la lengua define por sí sola la nacionalidad? La respuesta a ambas preguntas no puede ser más que un rotundo no y, por eso, la aspiración de algunos nacionalistas catalanes al Gran Estado catalán, los Países Catalanes, no pasa de ser, como decía Pla, una «ilusión del espíritu», pero una ilusión mal fundada, el «imperialismo de la Rambla de Cataluña» al que se refería irónicamente Llorenç Villalonga antes de la Guerra Civil.

La gran aspiración pancatalanista, los Països Catalans, carece de bases sólidas. Su fundamento político –y podríamos añadir, moral– no es de naturaleza distinta al que esgrimían los nacionalistas alemanes más radicales –Hitler fue uno de ellos– para apoderarse de Austria, los Sudetes y de todos los territorios europeos en los que se hablaba alemán o de los que podía predicarse su pertenencia a la cultura germánica. Otra cosa son, claro está, los medios que se empleen o pretendan emplearse para lograrlo: es obvio que los catalanistas que aspiran a unir bajo un solo Estado a los Països Catalans no tienen intención –ni posibilidad, podría añadirse– de utilizar medios que no sean pacíficos. Pero, eso no hace mejor aquel fundamento político.